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Fabio Seleme
Licenciado - Docente de la UTN y la UNPA

Sec. de Cultura y Extensión Universitaria de la Facultad Regional Tierra del Fuego de la UTN.


PANORAMA
Conducir, viajar, pensar

27/08/2024.

Conducir, viajar, pensar

Un simple relevamiento cartográfico de la Patagonia informa de la enormidad de una región dominada a partir de enclaves urbanos muy distantes entre sí, unidos por pocas y extensas rutas, que se tejen como hilos de una frágil red abierta sobre un área vacía de humanidad. En contrario de esa experiencia virtual, el viaje real a través de este territorio constituye una inervación fundante en el ser patagónico, en tanto el movimiento supone la única forma de estar en una inmensidad desolada. Se trata de un estar deslocalizado y desplazado, fluido siempre hacia un más allá imposible.

Nomadismo sin opción: apenas salimos con el automóvil de alguna de las ciudades patagónicas, abruptamente somos succionados por un espacio sideral y por la monotonía de unas rutas rectas, que parten en dos el paisaje inhóspito y desierto de la estepa. La realidad se enfoca con las manos en el volante y la ansiedad busca un zoom inviable con la suela del pie derecho. Sin detención posible en las angustiosas banquinas, invariable y constante, tanto la cinta asfáltica como el paisaje de mil mesetas sucesivas nos sumergen, poco a poco, en la aceleración repetitiva de un andar desproporcionado que constituye la secreta fascinación de la abstracción de este tipo de viajes, que nada tienen que ver con el turismo. Se descubre, en este perseguir al camino, que la estepa patagónica es la horizontal excedencia geográfica saturada de indiferencia y distancia, donde afloran cristalizadas las pasiones del espacio y el tiempo.

La monumentalidad geológica y, en consecuencia, metafísica es la que pide ser exorcizada por la velocidad del movimiento. Velocidad del automóvil, pero en otro tiempo también la del caballo, que bajo el signo de la predestinación adoptaron los tehuelches y en torno del cual desarrollaron una súbita e incomparable cultura ecuestre, que cambió las técnicas de caza y guerra y las formas de controlar y gobernar el territorio. Ambos vehículos han sido, cada uno en su momento, carta de ciudadanía en la Patagonia porque el desplazamiento es aquí una actividad pulsional y la velocidad, su goce pasivo.

Sobre el espacio que parece no cesar, un flujo de vehículos se erige como una procesión de máquinas sonámbulas con sus luces encendidas bajo un cielo radiante.  Vehículos y personas, todo viaja en paralelo sin cruzarse o tocarse. Apenas separados por la línea continua o discontinua del medio. Automóviles y camiones de carga van y vienen mecánicamente sobre la cinta de betún ondulante bajo la mascarada de marcas, modelos y colores. Motoqueros sobre sus corceles mecánicos ficcionan su pequeña aventura de caballeros andantes y europeos en bicicletas hacen su experiencia sentimental de desaparición extenuada. Nada que construir, nada que habitar en el espacio puro de la vacancia total y desierta que impulsa al atravesamiento. La línea de sentido sobre la estepa es, entonces, conducir, viajar, pensar. Al viajar llegamos conduciendo, pensándonos conducidos por el camino que pensaron, hicieron y viajaron otros. Y mientras los cuerpos siguen el sentido fijo que trazaron los que nos precedieron, el pensamiento se extravía en el vacío y discurre en todas direcciones: ocioso, flotante y retórico.

Esta conducción de la que hablamos es un mantener el rumbo. Y ese conducir que se acelera por la desocupación que se transita rarifica los elementos del espacio, produciendo una invisibilidad y transparencia en las cosas. La velocidad del movimiento crea objetos puros, anula puntos de referencias terrestres y territoriales, ya que se adelanta al tiempo para anular el tiempo mismo y se mueve más rápidamente que su propia causa. La velocidad del movimiento es el triunfo del efecto sobre la causa, porque la aceleración de la velocidad tiende a convertirse en un reposo sublime, y supone la victoria de la horizontalidad y el instante sobre el tiempo como profundidad, el triunfo de la superficie y la objetividad pura.  Nos movemos con un sentido temporal y geográfico detrás de un objetivo abandonando a cada paso el espacio del instante previo. El viaje por la Patagonia es un gran paréntesis en cualquier tipo de sociabilidad y sentimentalismo y la velocidad crea un espacio de iniciación, de suspensión de la existencia e irresponsabilidad, que puede ser letal y donde el umbral de éxito es no dejar rastro. Triunfo del olvido sobre la memoria en una especie de intoxicación amnésica. Lo único que permanece y arraiga en el camino es lo que fracasa, como puede verse en los despojos de los autos siniestrados a las orillas de la ruta, en los precarios altares in memoriam, o en las formas espectrales de los esqueletos de guanacos atropellados. Y al interior del vehículo la velocidad produce también un efecto de desaparición en cámara lenta que lleva el pensamiento a su punto de coincidencia consigo mismo por medio de la atenuación de las formas, lo que en los cuerpos acomodados en las butacas encuentra su correlato en el entumecimiento y la hipoestesia. 

En esa circulación que parece dirigirse a ninguna parte, los viajeros encuentran apenas un corte en unos parajes singulares donde lo único que existe es una estratégica estación de servicio, en la que resulta casi obligatorio detenerse para repostar el vehículo, abastecerse y estirar los músculos adormecidos. Garayalde y Uzcudum entre los casi cuatrocientos kilómetros de nada entre Comodoro y Trelew, Tres Cerros entre otro espacio igual de desierto entre San Julián y Caleta Oliva, Tres Lagos y Bajo Caracoles entre los más de cuatrocientos kilómetros de estepa que separan a El Calafate de Perito Moreno son ejemplo de esto. Y lo mismo cabría para lugares como Esperanza, Los Altares, Tapi Aike y Los Menucos, entre otros muchos. Estas estaciones de servicio constituyen verdaderos oasis en los tránsitos patagónicos. Y es por esa razón que al detenerse y entrar en ellos resulta como adentrarse en un sitio arqueológico donde varias capas de civilización pueden desandarse en descenso hasta los dilemas y disyuntivas más originarias de la humanidad.  Identidad y anonimato, permanencia y fugacidad, desconfianza y solidaridad, servicio y comercio, precariedad y duración, movilidad y fijación, autonomía e interdependencia. Todo se da de esta manera porque en los oasis y estas estaciones de servicio en las rutas de la estepa patagónica se cruzan y anudan las dos formas de dominio posible de un territorio: la nómade y la sedentaria.

La forma nómade supone el dominio en extensión de un territorio pero con baja intensidad en función de una gran movilidad, mientras que el dominio sedentario de un territorio supone gran intensidad fija, en un pequeño sitio. El nómade transita a partir de las dificultades de apropiación del territorio (se trate de una geografía, un cuerpo o un saber) mientras que la fantasía sedentaria se impone desde la ficción de la permanencia y la perpetuidad imponiendo las reglas de la producción. Los oasis son la intersección de ambos modos de dominio, ya que son la condición de posibilidad de las travesías nómades y, al mismo tiempo, suponen la prehistoria de los asentamientos urbanos. Estas estaciones de servicio son como estaciones espaciales, aisladas, producen su propia energía, gestionan sus propios residuos y los empleados van por largas temporadas. En el río de vehículos que corren por las rutas patagónicas, las estaciones de servicio son remolinos donde el flujo apenas se demora un momento para el abastecimiento y la distensión de los cuerpos entumecidos y los músculos acalambrados. Allí los modelos de los vehículos asumen por unos instantes el rostro de los individuos que los manejan, la solidaridad mecánica se dispara ante cualquier inconveniente, hay un instante de humanización, pero se disipa rápidamente porque hay que seguir viaje.

Los termos se cargan y las vejigas se vacían, se renueva el mate y se vuelve a la misma ruta, y en la butaca, de motu proprio, se retorna a las antítesis de todas las satisfacciones estáticas e inmobiliarias del espejismo sedentario. El regocijo de conducir en el desierto aquí viene de la simplicidad que desestima la técnica por falta de obstáculos y complicaciones. Recto y llano, la conducción es una operación puramente espiritual, de cosmonautas desobligados, de mera orientación de la dirección en sentido fijo mientras la velocidad nos envía al silencio, que es la crítica extática a la cultura que hace la estepa.  El silencio de la estepa es también visual. A través del parabrisas la mirada no encuentra donde reflejarse, nada tiene eco en el futuro y la superficie apenas emite un rumor fósil con el correlato de un tiempo dilatado en la conciencia en tránsito. La erosión y la desertificación arrastran el pensamiento hacia el remolino del tiempo, hacia la despiadada eternidad de las catástrofes pretéritas y futuras. Cruzamos una superficie de patrones en relieve invertidos, esculpidos por el viento, el agua, la nieve y el hielo como quien lee un argumento sobre la irrealidad del propio tiempo, de la coexistencia e interpenetración de todas las épocas, de todos los cuerpos, en la alucinación unánime de la mente y el mundo.

La grandeza de la estepa está justamente en su esterilidad, que resulta el negativo de la superficie terrestre y los semblantes humanos. Todo lo que fue, volcanes primitivos, bosques tropicales y dinosaurios y megafauna, se encuentra fosilizado y petrificado, y se viaja por todo un exceso inhumano de tiempo apresado en los ventisqueros que destellan en las cimas de la cordillera y en los reservorios que contienen el petróleo del subsuelo. Esa idea fantasmática de millones y cientos de millones de años necesarios para devastar esta parte de la superficie de la tierra es, por sí misma, perversa. 

Viajar a través de la Patagonia tiene la consistencia de un sueño lúcido de euforia dinámica, recorriendo un surrealista fondo marino al aire libre con el poder fantasmagórico del automóvil sobre un pavimento con todas las patologías posibles. Y todo es indiferente al puro viaje por la estepa, el posible viento estival que empuja a un costado o el frío nocturno del invierno que parece hacer bajar las constelaciones a la tierra o la explosión de colores en los atardeceres. Queda al final del día en la conciencia del viaje apenas el resplandor del tránsito por los límites externos de una impronta ancestral y emocionalmente diluyente, arrobado y absorto en la nada despellejada de la estepa.